
Por ello, una consecuencia evidente de este carácter aconfesional del Estado español es que la simbología religiosa de cualquier tipo debe quedar para el ámbito privado, desapareciendo de la actividad y del protocolo de cualquier ceremonia política en cuanto eso es lo que dispone la Constitución y en cuanto, además, el respeto a la pluralidad de creencias o incredulidades de nuestro pueblo debería implicar la retirada de esa simbología que, no por tradicional, debe mantenerse como si se tratase de un “derecho” adquirido para seguir disfrutando de los injustos privilegios que ha tenido en España a lo largo de los siglos.
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¿Cómo pudo suceder que la votación fuera tan mayoritariamente contraria a la propuesta de Izquierda Unida, cuando se trataba de la propuesta de que se cumplier
a nuestra Constitución, lo cual ni siquiera debería haber sido objeto de polémica alguna? ¿Cómo habrá que entender a partir de ahora el artículo 16.3 de nuestra Constitución? Si el Estado Español no tiene carácter confesional, ¿qué pinta el crucifijo, no sólo como símbolo en las ceremonias oficiales, sino incluso colocado en el centro de la mesa, dejando a un lado la Constitución española, como si la España del siglo XXI siguiera siendo un feudo del Estado Vaticano y de su jerarquía? Realmente es inconcebible. Sólo podemos creer que es así porque desgraciadamente lo hemos comprobado, no sólo en esa votación, sino también en la serie de “tributos”o de “impuestos” que nuestro país sigue pagando “religiosamente” a ese otro Estado desparramado por todo el mundo, pero que tiene su sede central enclavada en Roma.

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